domingo, 28 de agosto de 2011

Andrea, porque..., de Aarón B.


Porque te quiero, porque a tu lado me siento completamente feliz. Amo esa sensación, ese estado de ánimo. Te amo. Tengo que confesarte que hay veces que temo perderte, temo que un día desaparezcas, que dejes de sentir esto tan apasionante. No quiero separarme jamás de ti, porque por ti lo doy todo; y cada vez más. Es como si, cuando estuviera contigo, no me importara nada más; como si no me importaran las horas que pasan, como si solamente tuviera presente tu mirada, tus besos, tus palabras, tu presencia. Puede que sea egoísta, pero me da exactamente igual todo lo demás, sólo me importas tú; ¡nuestro amor! Vivo en otro mundo desde que te conocí, o quizás en otra galaxia totalmente distinta. Esto no tiene nada que ver, no hay problemas. No sufro, sonrío día a día. Y si esto sucede, es gracias a ti. Gracias a la mejor persona de este mundo, esa persona que me sorprendió una simple mañana de septiembre. Me alucinó lo guapa que era esa chica, lo simpática que era y, sobre todo lo bien que cantaba. Era brutal, fascinante. A partir de ese momento fui, poco a poco, descubriendo que no sólo era eso; sino que era la persona más maravillosa del universo. Es lo mejor de mi vida. Ahora mismo, es mi vida. Por eso temo a perderte, porque si tú te vas, se va mi vida; se va mi felicidad y mi bienestar diario. Me siento la persona más afortunada que existe por haberte conocido y, aún más, por poder compartir tus besos, tus abrazos, tus miradas, tu corazón. Andrea, eres lo más importante de mi vida. De verdad quiero que sepas que lo eres, que no quiero separarme de ti y que, en este tiempo que has estado fuera, me he dado cuenta más todavía de lo tanto que te necesito. No te separes nunca más de mí, por favor. Te quiero, y mucho más de lo que podrás imaginar.

©2011, Aarón Barreiro Moreno

Dedicación especial para Andrea Acosta.

Siempre a tu lado, de Aarón B.

Estoy en las nubes. Lo digo con el significado real de la frase. Estoy sobrevolando las nubes junto a ella. Ahora que ella me da la mano, ahora que no puedo dejar de observarla, me es imposible pisar el suelo. A lo lejos puedo contemplar las verdes montañas; no tan distante veo todos esos tejados situados como puzles surrealistas; aún más cerca diviso largas e históricas travesías, en las que numerosos personajes dibujan su trayecto; todavía más a mi vera, puedo sentirla, puedo mirarla, abrazarla, besarla y, aún mejor, observarla.

No podía creerlo, una simple mañana se había convertido en algo más que eso, en algo fascinante. Jamás podré olvidarlo. Su olor, un familiar olor; su cariño, un intenso cariño; su voz, una lindísima voz; pero, antes que nada, sus ojos…, quiero decir, ¡su mirada! La belleza de esos dos puntos de color pardo, rodeados por preciosas pestañas, no es lo que más me desconcierta; lo que realmente me desconcierta es la manera en que admira el paisaje con sus dos puntos, cercanos a un excitante lunar. ¿Cómo puede ser posible? ¡Sonrisa contagiosa! Es inevitable no ser seducido por esos labios, o no ser encandilado por ese movimiento labial, o no ser maravillado por la contemplación de su sonrisa. Humilde y tierna sonrisa.

Imposible. Tengo miedo, pues este órgano al que llaman corazón no deja de caminar, más bien no para de correr. Parece que tiene miedo a que algo salga mal, o quizás está nervioso porque nunca había vivido nada similar. No sé qué hacer, y menos aquí arriba. No puedo sostenerme por mucho más tiempo, las nubes no pueden soportar mi peso. Siento que me voy a despertar de este sueño, pero ¡no quiero! Es una maravilla, quizás es la única oportunidad de conseguirlo. No entiendo que me pasa, ¿por qué mi corazón late tan fuerte?, ¿qué me quiere decir?

Cierto. Tan solo necesitaba abrazarte. Tras ese afable mimo, mi corazón pasó de un ritmo inquieto a un ritmo pacíficamente enamorado. Ángeles fueron los que me vinieron a sacar una sonrisa…, o tal vez fue ella quien lo consiguió, quien posiblemente me está haciendo sonreír día tras día, noche tras noche. Para mí, la felicidad es lo más importante en el ser humano, pienso que debería estar recogida en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Según el tercer artículo de esta declaración, “todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”; por lo tanto, si ella es mi vida, tengo derecho a ella; si me siento libre estando a su lado, tengo derecho a ella; y si junto a ella me siento seguro, tengo derecho a ella. Entonces…, legalmente, ¿puedo quererla? No sé si estoy eludiendo alguna ley pero, sea como sea, la quiero. Y si alguien intenta impedírmelo, no lo conseguirá, pues contra algo tan poderoso como el amor es imposible luchar.

Es la hora. Nos tenemos que separar, no podemos seguir estando juntos ahora, porque hay algo que no nos lo permite. ¿Cómo voy a aguantar hasta el día siguiente? Lo veo algo lejano, imposible, eterna espera. Cuando pasan dos horas reales, se me han pasado quinientas horas más en este apasionante sueño. No puedo resistir a mandarle un mensaje, a comunicarme con ella, a saber dónde está, a dónde va a ir, saber si está bien, si le pasa algo…, es inevitable preocuparme por ella.

Se compensa, porque aunque en momentos así la “pierda”, por ahora siempre he vuelto a estar con ella. Eso me hace pensar que es un amor correspondido, me hace pensar que ella también me quiere. Aunque sé que es imposible que sienta lo mismo que yo, me alegra muchísimo saberlo y sentirlo.

Tengo que confesar. Lo que más me satisface, entusiasma y complace es que me he dado cuenta de que esto, a lo que yo llamo sueño, ha viajado en el tiempo, se ha trasladado. Ahora no es un sueño, ni un pensamiento, ni tampoco una falsa ilusión…, es la realidad. Ha surgido. Se ha reencarnado en nosotros ese sentimiento de pasión y afectividad, llamado amor. Para mí, ahora mismo, ella lo es todo. Y cuando Einstein decía que “todo es relativo”, lo decía porque todavía no la había conocido. Esta niña a la que no puedo soltar jamás, es una belleza humana. Es un poema de amor; un libro sin portada, pero lleno de sentimientos; una maravillosa obra de arte compuesta por ese sentimiento. El amor.

©2011, Aarón Barreiro Moreno

Dedicación especial para Andrea Acosta.

Los dueños del universo, de Aarón B.

Amanece. Sus ojos nacen de nuevo cada vez que la gran esfera nos saluda. Esa gran esfera, el Sol, nos presenta lo más bello del universo. Primero, se me detiene la respiración, mis pulmones no pueden continuar con su rutina. Luego, no puedo dejar de observar esa perfección, esos pequeños y bellos círculos llenos de felicidad y armonía. Se acercan cada vez más, ¡qué profunda mirada!, ¡qué bellos ojos! Creo que no puedo continuar, mis pulmones siguen sin reaccionar. Aunque lo intente, no puedo paralizar mis sentimientos, no consigo dejar de admirar esa mirada, esos bellos y profundos puntos de color castaño.

Pleno y espléndido día. Sí, ya era hora. Vuelvo a reconocer, a tener constancia de mi presencia. Estoy sobre la superficie terrestre, junto a ellos. Junto a dos ojos infinitamente hermosos. Veo la belleza en ellos, veo perfección en esa mirada. Siento tranquilidad, familiaridad. No estoy empecinado con ellos, sino que necesito observarlos.

Anochece. Tengo miedo, puede que, cuando desaparezca la gran esfera, se desvanezcan también esos maravillosos ojos. ¿Qué haré yo sin poder contemplarlos? Me siento un “don Nadie”. Sin ellos viviré solitario, alejado de la felicidad. ¡Ah!, espera. No puede ser posible, esto es surrealista. Sigo viéndolos, puedo sentirlos todavía. Parece como si brillaran en la oscuridad del cielo. Son como dos lunas completamente redondas, pero sin estar rodeadas de estrellas. Sus ojos, los dueños del universo.

©2011, Aarón Barreiro Moreno

Dedicación especial para Andrea Acosta.

sábado, 27 de agosto de 2011

J. Johnson, un gran pintor, de Aarón B.


¡Cuán pequeño era John por aquel entonces! Contaba, por lo alto, con seis años de edad. Era una eminencia, un intelectual para su edad. Una persona maravillosa se ocultaba detrás de esa infantil mirada. John amaba la pintura, deseaba tomar en su mano un pincel en todo momento y lugar. Retrataba acciones, habitualmente, situaciones, momentos de su vida.

Hacía tan solo tres meses del accidente. El 27 de marzo, Mary madrugó para acudir al hospital, con intención de cubrir su puesto de trabajo a tiempo. Solía conducir moderadamente, sin sobrepasar los límites de velocidad estipulados por ley. Mary, la madre del pequeño John, normalmente escuchaba su disco; y digo su disco porque no escuchaba otro. Es cierto que se debe escuchar diversas músicas y estilos, pero Mary no podía con otro compositor, ni con otra interpretación: era la sonata para piano no. 14, más conocida como “Claro de Luna”, del grandísimo compositor Ludwig van Beethoven. Esa mañana del 27 de marzo, en su trayecto al hospital, Mary conducía con la obra de Beethoven como música para un buen despertar. En el momento más inesperado, encontrándose estacionada ante un semáforo, un vehículo desde atrás abatió el auto de la mujer. Ella no lo comprendió, fue todo en un mísero instante. El vehículo culpable alcanzaba los ciento ochenta kilómetros por hora en aquella vía en la que Mary, por última vez, tuvo la oportunidad de escuchar esa obra maestra: “Claro de Luna”, de Beethoven.

Desde hacía tres meses, debido a lo ocurrido, John solamente pintaba con pincel; y pintaba exclusivamente destellos, aunque se podía avistar alguna silueta que otra, por supuesto, de mujer. Empleaba para ello, colores tenues, tonos oscuros…, que hacían contraste con los destellos áureos y blanquecinos. Claramente, se veía expresada en los cuadros de John, la inestabilidad que sentía por esa cercana pérdida; una tristeza oculta, pero muy profunda e intensa. Su familia decía de esos cuadros que eran “horriblemente bellos” y “tristemente sinceros”. Creo que eso define de manera muy efectiva la sensación de John y su añoranza hacia Mary.

Peter, su padre, era una persona muy terca e incluso brusca. No sabe cómo decir lo que piensa, expresaba todo de manera muy poco acertada, poco sensible. Tenía un carácter un tanto especial: “es tan raro…” pensaba John; “…nunca me dice nada bueno o bonito” decía el chaval. Ahora vivían más juntos aún, aunque siempre hayan convivido en la misma casa, en aquella familiar estructura de madera. Sí, desayunaban juntos; cierto, comentaban las noticias del periódico. Pero nunca hablaban sobre el accidente, ni se cuestionaban el uno al otro cómo estaban ni viceversa. John pensó que así podría ser mejor para olvidarlo, por ese motivo no introducía el tema en ningún momento, a pesar de que no dejase de pensar en ello. Peter parecía no preocuparse, simplemente mostró preocupación en un principio con alguna frase igualmente lacónica: “No llores, no te conviene”.

Todo se desarrollaba de esa manera hasta el día de la presentación de John. El pequeño artista había pintado una colección de siete cuadros en honor de la Srta. Mary Gordon, su madre. Ese día era muy importante para él, un joven que jamás se sintió valorado por nadie, ni siquiera por su familia. John no creía realmente que sus obras tenían gran mérito, nunca lo creyó. Todo cambió ese día. Fue el día en que John conoció la felicidad, el día en que John volvió a llorar, pero esta vez de satisfacción, de felicidad. Ese día le abrió las puertas a un futuro feliz, gracias a su testarudo padre. Peter Johnson consiguió la felicidad de J. Jhonson, su hijo, tras una breve conversación de padre a hijo:

-          Felicidades por tu trabajo John, me gustan tus cuadros.

-          Gracias papá. Tengo una pregunta para ti: ¿por qué me hablas así? ¡soy tu hijo! No comprendo por qué me tratas como si fuese un desconocido, el hijo de un amigo tuyo, o algo por el estilo…por favor, quiero o quizás necesito una explicación.

-          No sé pequeño John, no entiendo a qué viene esta pregunta.-respondía su padre como si no supiese de lo que hablaba su hijo-.

-          Sí, papá, creo que sabes a qué viene. Aunque seas ya adulto, ¿tienes en mente algún proyecto, piensas hacer algo de una vez con tu vida, tienes a alguien como ejemplo a seguir…?-preguntaba su hijo ya un tanto desesperado por la explicación de todo, la explicación de la actitud diaria de su padre-.


-          John Johnson Gordon: quiero ser como tú. Eres un gran pintor y una valiosa persona. Admiro tú capacidad humana, con sólo seis años de vida. Sabes cómo soy, no me suelo expresar; pero siempre te he valorado como persona humana. Creo que vas a ser un gran pintor y, sobre todo, fiel amigo. Repito: quiero ser como tú. Y, ya termino, te digo una cosa… Adelante hijo, sigue adelante.

© 2011, Aarón Barreiro Moreno